En lo que va de siglo XXI, al igual que
el XX, ser viejo es un estigma. Asusta llegar a la vejez. Por esa razón se han
inventado ridículos eufemismos como: adulto mayor; adulto contemporáneo, juventud
prolongada, tercera edad. Todas estas palabrejas tienen el mismo fin, huir de
la palabra exacta, es decir, viejo. Creemos que nos vestimos como se visten los
jóvenes, que actuamos y hablamos como ellos, que somos desvergonzados como
éstos. Después de tantas vueltas, irremediablemente se llega a viejo; esa es la
verdad. Llegamos al otoño de la vida y luego al invierno de ésta.
En
la «La deshumanización del arte» Ortega y Gasset escribe que “el culto al
cuerpo es eternamente síntoma de inspiración pueril, porque solo es bello y
ágil en la mocedad…” En eso hemos estados en estos últimos decenios rindiendo
culto al cuerpo a través de lo joven. Esto lo vemos en las revistas, la
publicidad, la televisión… Todo gira en torno a la juventud, no es raro
entonces que la vejez se haya terminado por convertir en un estigma.
Este culto a la juventud y al cuerpo
joven, que no negamos su belleza, nos ha convertido en seres pueriles, en
sujetos fatuos, en viejos verdes. Queremos trivializar todo. Que nada posea
profundidad porque eso afecta a nuestro sentirnos jóvenes. Por esto, andamos en
un eterno errar. Se habla de la crisis de los cuarentas, de los cincuenta,
cuando la edad comienza a alejarse de la mocedad. Crisis por haber perdido la
preciada juventud, esto es, porque los apetitos y los impulsos han comenzado a
mermar. Porque como bien dice Aristóteles, “la vejez no consiste en que el alma
sufra desperfecto alguno, sino en que lo sufra el cuerpo en que se encuentra”.
Por el contrario, nos dice Ortega y
Gasset “el culto al espíritu indica voluntad de envejecimiento, porque solo
llega a plenitud cuando el cuerpo ha entrado en decadencia”. Si nos resistimos
a la vejez, entonces nos resistimos al culto del espíritu, al culto de la reflexión.
Porque estamos sumidos en el culto del triunfo de lo corporal, de lo pueril, de
lo banal. No es extraño, entonces, nuestro comportamiento extraviado en algún
punto X. Nuestras crisis por la edad alcanzada. La banalidad con que queremos
llevar nuestro pensar-hacer. Somos solo eso, el culto de lo cándido, de lo
mojigato.
Nuestro culto de lo banal se traduce en el selfie que, como dice Byung Chul-Han, “es,
exactamente, este rostro vacío e inexpresivo. La adicción al selfie remite al vacío interior del yo”.
Esto representa lo inmediato, lo ahora y ya. Lo que tiene un presente que no
envejece, lo eternamente joven. Sin embargo, vacío. Ansiamos permanecer en la
puerilidad; semejantes a «Oscar Matzerath» el personaje de Günter Grass de su
novela «El tambor de hojalata», quien se resiste a crecer. Este es el espíritu
de nuestra época.
Para quienes hemos llegado al otoño de la
vida es un placer disfrutar de las mieles de la reflexión, que es el culto del
espíritu. De allí que Pseudo Longino diga en «De lo sublime», “a lo largo de la
Odisea muestra que es propio de un
gran genio ya declinante entregarse en la vejez a la fabulación”. Y agrega más
adelante el autor “Por eso en la Odisea
se podría comparar a Homero con el sol poniente: es aún igualmente grande, pero
menos intenso”. El símil aplicado al bardo es por demás es exquisito.
Así es la vida cuando el plenilunio de la
existencia entra en su fase menguante. No obstante, en esta fase “el demorarse
requiere una recolección de sentido” como señala Byung Chul-Han. Ya la vida no
conserva permanentemente la intensa tensión, ni el continuo agolparse de las
pasiones desbocadas. “Pero como el océano que se repliega sobre sí mismo y
abandona sus propios límites, aparecen los reflujos de su grandeza aún en sus
divagaciones fabulosas e increíbles” refiriéndose Pseudo Longino a Homero.
Aunque la reflexión no es asunto
exclusivo de la vejez, porque compete a todas las edades de la vida. Ésta debe
convertirse en un placer de la vida, a la cual debemos dedicar el tiempo de
nuestro existir. Debemos estar atentos a lo señalado por el divino Platón en «República
586a-b»: “Por eso los faltos de inteligencia y virtud, que siempre andan en
festines y otras cosas de este estilo, son arrastrados, según parece, a lo bajo
y de aquí llevados nuevamente a la mitad de la subida y así están errando toda
su vida; y, sin rebasar este punto, jamás ven ni alcanzan la verdadera altura
ni se llenan realmente de lo real ni gustan de firme ni puro placer, sino, a
manera de bestias, miran siempre hacia abajo y, agachados hacia la tierra y
hacia sus mesas, se ceban de pasto, se aparean y, por conseguir más de todo
ello, se dan de coces y se acornean mutuamente con cascos y cuernos de hierro y
se matan por su insatisfacción, porque no llenan de cosas reales su ser real y
su parte apta para contener aquéllas”
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