Toda metamorfosis es lenta. Apresurarla no tiene sentido. Es
como querer que el sol salga más temprano. Solo queda esperar, he allí para qué
sirve la paciencia. El amanecer se huele, se puede otear en la brisa; pero
siempre hay que esperar que amanezca. Ya lo dice el dicho, por más temprano que
uno se levante, no amanece antes. Todo a su debido tiempo, así tiene que ser.
No de otra manera. La flor necesita del kairós para llegar a ser flor.
Cada palabra que la brisa parece llevarse termina por caer a
tierra. Allí encontrará su lugar y su tiempo, a la espera de la vida. Vendrán
sequías o borrascas, allí permanecerá alimentando poco a poco al espíritu que
la necesita. Se gesta en sí mismo tal espíritu; él no lo sabe y no puede
saberlo, porque está en la noche de nacimiento. En esa oscuridad que todo lo
vela, que todo lo oculta. En la que no se sabe quién es.
Esa es la oscuridad primigenia. La pura noche diría el divino
Hegel. El permanecer y estar con los sentidos separados del mundo y del yo. Sin
embargo, es allí donde inicia la transformación, en el desconocimiento del yo;
o tal vez en la pura presencia del yo, que solo cree verse a sí mismo sin
saberse. En esa oscuridad que encandila, que ciega todo mirar, todo oír, todo
sentir. En la cual no hay sentido, por cuanto el espíritu navega sin rumbo. Sin
saber qué es lo que desea.
Es allí la pura confusión. El mar tempestuoso y primigenio
donde el espíritu se ahoga a sí mismo, donde parece que va a morir sin haber
nacido. Abandonado de sí mismo y contra sí mismo. El espíritu es allí esa
noche, esa vacía nada. Que en su simplicidad lo encierra todo, las
representaciones sin provenir. Imágenes que no tienen ni presente ni futuro. Lo
que existe es la pura oscuridad, el puro uno mismo. Intrincada noche habitada
de fantasmas, donde surge aquí una sombra ensangrentada, allá una figura que se
esfuma. Esa oscuridad del alma es cuando el espíritu se mira a sí mismo sin
saberse. Una oscuridad que se hace terrible, invivible; porque cuelga delante
de la vida la noche del mundo.
Esta oscuridad necesita del tiempo para recogerse sobre sí
misma. Para que el espíritu sea movimiento sobre sí. En este movimiento se
inicia el recogimiento interior, la forma simple de uno mismo. La referencia de
sí. El deshacer imágenes y enlazarlas de la forma más incoherente. En esto, el
yo se deja llevar por el dominio de lo externo. Es el orden pasivo de lo que
está por nacer. Sin embargo, ya está en germen. Diría el viejo Silvio, la era
ha parido un corazón.
El yo se encuentra en la arbitrariedad, en la libertad vacía.
No obstante, ya tiene algo de forma. El saberse intuido, la primera
determinación. Ahora el espíritu es su propio suponer, algo que ya le es
conocido. La inmediata conciencia de sí. Solo es una conciencia inmediata, solo
eso. Donde solo trae consigo la mera imagen que está en él. Su referencia
mezquina. El ser-para-sí está ausente. El espíritu se ha visto, se ha oído sin
entrar en él. Él mismo se es ajeno. Es el yo con su mismo yo. La pura vaciedad.
Sin embargo, se ve a sí mismo como un objeto, como al externo.
En una aurora, el
espíritu comienza, sin saberlo, a superar el momento de lo externo; ya no es lo
caído. Se pone en el dominio de sí mismo. Pierde el significado de ser algo
inmediato. El espíritu se ha superado por primera vez. Y se siente como lo que
no es, se siente extrañado. Como un otro, distinto de su ser. Sin saber que es
el contenido simple de su propio ser. La calidez de lo que se comienza a
engendrar. A primera vista no se reconoce.
Él se presenta a sí mismo como un otro distinto. Porque tiene
otro significado, otro contenido. Se va convirtiendo en sujeto de sí. No es lo
que era, por eso se extraña. Está en otro momento, se ha convertido en
crisálida. Ahora, es ser-para-sí. Se tiene que mirar sin la oscuridad de la
noche vacía, porque la aurora se anuncia. Sin embargo, aún no lo entiende. El
espíritu que se hace sujeto de sí mismo se va perteneciendo, se va conteniendo.
No se reconoce aún, porque se mira a sí mismo como un extraño.
En su crisálida, ya es interioridad que se intuye como
reflexión y hacer de sí. Está forzado, no hay vuelta atrás, a la existencia.
Ahora esta interioridad tiene que invertirse, tiene que hacerse exterioridad.
Retornar al mundo, en ello está su fuerza. Siente algo que es. Este sentir es
el verdadero ser del espíritu, allí está su realización. Pues, aún ex-siste en
dos momentos, uno que abandona y otro que emerge.
Y una mañana cualquiera, al calentar el sol, el espíritu se
abre en su plenitud. Se reconoce, se sabe por primera vez. Se mira a sí mismo
en la claridad de la aurora, en su propio amanecer. En el inicio propio de la
vida. Es en sí y para sí. Se designa como el mismo y lo otro. Es, a la vez,
interioridad y exterioridad. Se hace lenguaje propio, pues se nombra. ¿Qué es
esto que soy ahora? Se pregunta. Es el yo que ha nacido. Ahora lo sabe.
Así al fin, la crisálida se ha abierto. Solo había que
esperar este momento, desde un sueño remoto y desgarrador, para acceder a este
presente, que es futuro, y poder contemplar la flor, la mariposa que finalmente
ha emergido a la creación, al mundo, a los sentidos, a la sonrisa, a la vida.
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