Nuestra existencia histórica es siempre la respuesta a un llamado
que se concreta en lo que nuestro pasado nos transmite. La palabra que
respondemos es la palabra del pasado. Este diálogo es posible porque funda
nuestra historia, de lo que somos nosotros. Tal es el darnos, a la vez,
un llamado y una respuesta.
Tal diálogo es nuestro lenguaje reflexionado.
No por estar fuera sino por ser parte constitutiva de nosotros, que nos hace
accesibles a la presencia temporal-espacial. En la cual tememos a la monotonía
y la limitación. Porque planteamos que nuestra medida es la desmesura.
Estructurada en una crónica de la grandeza; pero, al mismo tiempo, de la
estupidez y la crueldad.
Somos realidades abiertas; ya que
necesitamos interactuar constantemente con nuestro entorno. En este sentido,
somos entorno. Y en estos ámbitos pasamos del impulso del deseo al de proyecto.
Por lo que experimentamos la necesidad de buscar explicaciones a lo que nos sucede.
No nos quedamos con un mundo servido, lo queremos conocer; saber qué es.
En esta pulsión del deseo al proyecto de
vida, nuestro proceso intelectual-emocional se conforma como un mecanismo de
equilibrio, desequilibrio y reequilibrio. Porque en los asuntos de nuestro
hacer diario rompemos con una situación estable, que exige cambios para
resolverlo y recuperar el sosiego. La vida la vamos conformando a través de
estos momentos. El cambio de trabajo o una nueva asignación laboral nos lleva a
funcionar en este mecanismo.
Para percibir lo nuevo o para ponernos
alerta realizamos un proceso de comparación —esto y aquello—, esto exige tener un
modelo del mundo en que nos desenvolvemos. El cual sirve de referencia para
comparar. El mundo familiar con el escolar; el escolar con el laboral; el
soltero con el casado. Tales referencias nos sirven para orientarnos.
Aristóteles señala que hay dos excesos en
los deseos. Uno es abandonarse a ellos —akolasia—, el otro es no sentirlos
—anaisthésia—. Acá vienen las interrogantes ¿Cuándo un sentimiento es normal?
¿Cuándo patológico? Un criterio a seguir puede ser el que apela a los efectos
que esa preocupación produce. Quiero decir con esto, si tal preocupación nos ayuda
a vivir o nos imposibilita la vida. De ser el último, no podemos considerar tal
sentimiento o deseo normal.
El deseo, como sabemos, es una modalidad
de la experiencia afectiva caracterizado por la implicación total de nuestro yo;
por cuanto afecta a nuestro yo entero. El amor lo vivimos en su totalidad y en
él implicamos todo nuestro ser. Por otra parte, implicamos la valoración
positiva o negativa de la situación, de la praxis que realizamos.
El dinamismo de nuestra conciencia es
deseante. Deseamos esto, deseamos aquello. En este aspecto, nuestra conciencia
es conciencia de y hacia algo. Deseamos algo y nos movemos hacia ese algo.
Deseamos un trabajo y nos movemos para conseguir ese puesto de trabajo.
Permanentemente deseamos cosas, personas, situaciones…
Porque nuestro deseo está acompañado de la
experiencia de la activación. Deseamos algo y nos movemos para conseguirlo.
Deseamos un café y nos movemos para tomarnos ese café. Por el contrario, la
falta de impulso nos desanima. El deseo nos vivifica y activa. Del primero
viene la apatía, la indolencia, la desgana… Del segundo, aparece el envión a
conseguir lo deseado, a poner nuestra mira en eso que es el objeto de nuestro
deseo.
Ahora bien, los deseos poseen en sí dos
tipos necesidad. Uno, la necesidad de conseguir algo; acá nos movemos hacia lo
que deseamos; acercarnos a la muchacha que nos atrae, por ejemplo. Dos, la
necesidad de evitar algo; acá nos alejamos de ese algo. El deseo es alejarse.
Deseamos alejarnos de la persona que nos agrede. Son dos necesidades
antagónicas del deseo.
En ambos casos, el deseo y su necesidad
tienen su origen en la experiencia de una falta. Es decir, lo comparamos con
algo que precisamos; que se hemos imaginado o que hemos perdido. Incluye como
apreciamos un apremio, una tensión, que se traduce, en ambos acasos, en una
inquietud. Sea por acercarnos o alejarnos. Es lo que en el PNL se denomina un
metaprograma: movernos hacia lo deseado o alejarnos de.
Todo objeto de nuestro deseo se presenta
siempre como un principio de satisfacción. Deseo y placer. Otro aspecto a
considerar es la anticipación, la cual es una característica del deseo. Cuando
deseamos algo ya conocemos más o menos
nuestra meta. En este sentido, tenemos la ambigüedad de adelantar el objeto
deseado; previamente lo sentimos, lo anticipamos en un goce sosegado o en una
tensión de la necesidad. No obstante, la satisfacción del deseo es su propia
aniquilación. De allí nuestra desmesura.
Nuestros deseos y placeres están
relacionados con una experiencia agradable, con grados mayores o menores de
intensidad y con resonancias que satisfacen una necesidad o incitan a repetir
una acción de nuestra parte. El placer es el proceso de consumar un deseo. Por
lo que, Aristóteles señala que el placer es una actividad; la acción de conseguir
una meta; lo que forma parte de nuestro repertorio de necesidades en busca de una
satisfacción.
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