La desesperanza es una pasión extraña,
por lo que ella encarna. Ya que en sí contiene tristeza, la ausencia, el punto
final de algo, la rabia contenida, y otras emociones mezcladas. De allí su extrañeza. Es un poco difícil
de precisar que se siente, cuando ésta se anida en nuestro espíritu. Asimismo,
esta pasión contiene mucho de peligro, porque las reacciones son impredecibles.
Desde la máxima pasividad hasta la más virulenta de las furias. La desesperanza
es una caja de Pandora.
Entre
los resquicios del vivir diario se ha aposentado poco a poco, pero no
desapercibida, la desesperanza entre todos. En las vicisitudes del diario
vivir, que se ha convertido en un sobrevivir, se ha adornado esta caja de
Pandora. El desconcierto propio de la desesperanza está en el hablar, y si como
dice Heidegger el ser habita en el lenguaje, en éste está aquella. Las razones
son palpables.
Tanta
zozobra para vivir cobra lo suyo. La figura desdibujada de un presidente gris,
el cual solo existe como una sombra de otra sombra difunta. Aferrado a un
discurso inútil y repetitivo. Hecho de palabras vacuas y rememoraciones
gaseosas. Alientan la desesperanza cada día a modo agigantado. Será, ¿que uno
no se da cuenta cuando es inútil?
Se
esperaba un período opaco en la política, después de haber tenido un caudillo
arrollador. No obstante, esta ausencia de la esperanza es otra cosa. Andamos
ausentes de nosotros mismos, aunque la sonrisa ilumine nuestro rostro. Pues
detrás de esa sonrisa está la incertidumbre. Lo ominoso de no saber cómo vendrá
el mañana inmediato.
La
realidad de hoy es abrumadora, oscura. La del mañana casi no existe; se hace
difusa. Esperamos y solo llega la nada. Son momentos de ausencias. Toda promesa
está en la lista a olvidar. Toda vecindad se derrumba. La solidaridad existe,
pero se hace liquida entre las manos. Parecen momentos de ser viejos para hacer
apresuradamente lenta la reflexión. Son momentos del Job bíblico, para no
desgarrarse el alma con la furia del joven.
Tiempos
de estoicismos, de epicureísmos y hedonismo. Esto nos han enseñado los
filósofos antiguos. Todas ellas fundadas en la reflexión y el hacer sobre el
derrumbamiento del mundo. Sin embargo, nuestra situación está amenazada por el
hambre no saciada, no espiritual sino hambre real. Lo cual agrava la situación.
Ya lo dice Primo Levi, cuando te descamisan ya no tienes voluntad para
protestar.
En esta
situación, los discursos esperanzadores parecen un acto de cinismo. Algo así
como aquello que cuenta Blacamán el Bueno hacedor de milagros:
“Por último me echó a pudrir en mis
propias miserias dentro del calabozo de penitencia donde los misioneros
coloniales regeneraban a los herejes, y con la perfidia de ventrílocuo que
todavía le sobraba se puso a imitar las voces de los animales de comer, el
rumor de las remolachas maduras y el ruido de los manantiales, para torturarme
con la ilusión de que me estaba muriendo de indigencia en el paraíso”.
Pero
esta misma voluntad quebrada; esa que guarda amargamente la desesperanza tiene
la resistencia de un Prometeo encadenado y de un Job postrado. La furia que
anida por debajo es lo que hace la resistencia posible, no la alegría. Solo las
emociones negativas nos ponen cara a cara con la realidad cruda y sangrienta. En
esta cosificación existe la posibilidad de quebrar el estado de humillación. Y
vuelvo al relato de Blacamán el Bueno
“Cuando por fin lo abastecieron los
contrabandistas, bajaba al calabozo para darme de comer cualquier cosa que no
me dejara morir, pero luego me hacía pagar la caridad arrancándome las uñas con
tenazas y rebajándome los dientes con piedras de moler, y mi único consuelo era
el deseo de que la vida me diera tiempo y fortuna para desquitarme de tanta
infamia con otros martirios peores. Yo mismo me asombraba de que pudiera resistir
la peste de mi propia putrefacción, y todavía me echaba encima las sobras de
sus almuerzos y tiraba por los rincones pedazos de lagartos y gavilanes
podridos para que el aire del calabozo se acabara de envenenar. No sé cuánto
tiempo había pasado, cuando me llevó el cadáver de un conejo para mostrarme que
prefería echarlo a pudrir en vez de dármelo a comer, y hasta allí me alcanzó la
paciencia y solamente me quedó el rencor, de modo que agarré el cuerpo del
conejo por las orejas y lo mandé contra la pared con la ilusión que era él y no
el animal el que se iba a reventar, y entonces fue cuando sucedió como en un
sueño, que el conejo no sólo resucitó con un chillido de espanto, sino que
regresó a mis manos caminando por el aire”.
Así,
en ese acto de resucitación romperemos la perversión de esta situación de
hundimiento. La paciencia del dolor sufrido nos permite sobrevivir ante esta
humillación diaria. Para cobrarnos por tanta infamia inmerecida. Pues nunca nos
hemos merecido esta desesperanza y vivir como unos desgraciados. La vida nos
alcanzará para volver a vivir mejores tiempos.
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