Eugenita
tiene miedo. Desde que su corazón dejo de moverse al ritmo de New Orleans, y
asumió la forma atonal de Arnold Schoenberg comenzó el miedo a poblar cada
momento de su hacer. Aunque ella no supo que fue lo que sucedió para que se
produjera ese cambio de ritmo, su cerebro siempre lo ha sabido. Porque éste que
es nuestro hacedor, asimismo es nuestro gran destructor. Ya que siendo él, el
ser en cuanto ser nunca nos deja quietos. Esa masa perversa de
neurotransmisores nos perturba y se cobra cada cosa de esta vida.
Eugenita conscientemente no lo
entiende. Sin embargo, allí está el miedo acechando. Inventando cada peligro.
Buscando la inseguridad de la vida para hacerse más acucioso, más vengador.
Miedo endeble para sentir que no podrá llegar hacer lo cotidiano, lo que
siempre ha hecho. La impotencia ante el abismo. Esto es lo sublime que acecha
sin tocar, pero roza. De allí esa aprensión oculta que no da tregua. El paraíso
siempre está lejos.
Cada incertidumbre aviva esa
sospecha. De allí los sueños recurrentes que han aparecido. El perderse y no
encontrar lo que se ha perdido, que es ella misma. La conciencia en el
subconsciente se hace desgraciada aflorando en la oscuridad del sueño. Ataca
sin compasión, acrecienta la turbación y hace la vida una zozobra. Nos vuelve
vulnerables ante esta vida, porque ante ésta se presenta inmisericorde la
muerte. Y ante ésta Eugenita es humana demasiado humana. Algo la perturba, algo
irresuelto. Solo su dios lo sabe.
Eugenita está muriendo. Muriendo con
miedo y eso es más doloroso. Se extravía en las brumas del sueño y de la vida
vivida. Los arquetipos del desasosiego se muestran fantasmales, sin permitir
asirlos. El cuerpo se ha debilitado y el espíritu también. En última instancia,
somos cuerpo. Esa estrecha línea de la vida se va angostando a cada momento,
pocas alegrías muchas angustias para un cuerpo ya endeble. Saturno ocupa el
lugar de cualquier otro dios, éste ahora mueve los hilos de cada instante de su
vida. Dios poderoso y de temer. Nació ella en «La Saturnalia» esa fiesta en
honor a Saturno, en la que había libertad para hablar y actuar, y se actuaba
con placer y alegría. Sin embargo, el Dios de la melancolía, de ese abatimiento
que disminuye el rendimiento y los límites de la actividad vital, es demasiado
feroz.
Las Moiras ya van tejiendo el final
de su huso, y con ello el fin del destino. Ya todo se va escribiendo
irremediablemente. Eso lo sabe el subconsciente, que es lo más alerta que
tenemos. Y éste se repliega contra sí mismo. Se esconde de sí mismo, y hace su
aparición en esos momentos desgranando lo ominoso de nuestra vida. Tan endeble,
como una barca abatida por la tempestad; encallada en la orilla de los
recuerdos que se escurren entre sus manos arrugadas de anciana. En la peinadora
reposan, a la espera, los zarcillos de plata y coral rosado con más de treinta
años de un deseo mortuorio.
La mirada se pierde en el desamparo,
en la búsqueda de otros tiempos alejados. No en este presente de temores y
ofuscamientos. Tal vez su alma añora encontrarse con Feliciano y Eulalia,
volver a ser la niña que correteaba entre la neblina del tiempo. Porque las cadenas que atan el alma al cuerpo
ya son frágiles. Así el amor florece en la abundancia y perece en la penuria, y
llora la muerte como obra del Saturno destructor en el cual se duele su propio
destino.
La muerte sobre la vida se sabe
vencedora. El escabullirse no es solución. El querer evadir lo que es, es solo
retrasar lo que el cuerpo sabe. Ese constante nerviosismo que nubla el
entendimiento; que prima sobre un moverse sin sentido y sin dar tiempo a la
reflexión. La preocupación sin medida que no distingue lo importante y lo
fútil; que no distingue donde debe hacer pausa. Que quiere abarcar todo, es una
preocupación destructiva. Pues termina por no reconocer límites. Se apodera de
toda acción, de todo hacer. El cerebro asesina a su portador. Mata al
mensajero.
El cuerpo se va vaciando de sus
dioses, y en su lugar es habitado por sus demonios. Que logran desunir nuestra
potencia y nuestro vivir; desunen el dominio de nosotros mismos y de nuestra
belleza gestual. Socavan nuestra voluntad de poder, hasta dominarnos con su
voracidad. Ahuyentan de este modo la felicidad, y aumentan los sentimientos
negativos y los estados preocupación menguando el caudal de la energía
disponible. Se da una sensación de intranquilidad, que hace que el cuerpo no se
recupere de las emociones perturbadoras. No hay reposo ni para el cuerpo ni
para la mente que se siente extraviada. El entusiasmo se contrae y la
disponibilidad para afrontar cualquier tarea se disuelve. La consecución de una
variedad de objetivos ya no existe. Solo la laguna, como dice Bumbury, que
llamamos la eternidad.
Se convierte la vida en algo
unidimensional. Triste espectáculo el del miedo y la tristeza. Esta
última marchita la energía y el entusiasmo de nuestro hacer vital; del
horizonte desaparecen las diversiones y los placeres. La tristeza se abraza a
la depresión disminuyendo la vida corporal y anímica. Nos convertimos en
fantasmas. Atrapada en la telaraña de una tensión emocional prolongada, que
obstaculiza sus facultades intelectuales y su capacidad de hacer. Esto la lleva
a la inseguridad de resolver su diario hacer, a vivir en su miedo. No hay
sosiego para recorrer todas las partes de su vida, ni para mirar con calma hacia
adelante.
La vida se hace más breve y más llena
de inquietudes, al temer el futuro. Un futuro que es cada día más inmediato. Atrapada
en sus emociones se siente desbordada por éstas y le resulta difícil escapar de
ellas; su estado de ánimo la esclaviza. Se hace voluble y pierde consciencia de
sus sentimientos, éstos la abruman; siente que su ser emocional se disipa y no puede
escapar de sus estados de ánimo negativos.
En este tránsito de la vida, antes
que llegue el desamparo del adiós, atender las consolaciones del viejo Seneca y
seguir sus palabras se hace necesario, al decir éste “no me atrevería a
enfrentarme a tu dolor, en el que incluso los hombres de buen grado se estancan
y languidecen, ni habría esperado, en una ocasión tan desaconsejable, ante un
juez tan desfavorable, frente a una acusación tan desagradable, poder conseguir
que absolvieras a tu suerte. Me dieron seguridad tu fortaleza de espíritu, ya
puesta a prueba, y tu valor, que demostraste en una dura experiencia”.
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