jueves, 29 de mayo de 2014

EL SUJETO, PARADOJA Y AMBIVALENCIA: CONSULTORÍA Y ASESORÍA FILOSÓFICA

La discordancia entre el contacto de las cosas se ha vuelto natural en el decurso del tiempo; cada parte aunque quiere concordar con la otra no concuerda. El ahora está separado del antes y del después; se da un abismo sin puente, nada lo cruza. Este ahora es algo independiente, algo irrecusable del ayer y del mañana, es puro periplo de todo lo que le ha precedido, y le ha de acontecer. Es una desmemoria.

La desestructuración simbólica conduce a una pobreza de la experiencia. Ésta deja de ser un punto de referencia para la construcción de la identidad se personal o colectiva. Asimismo, el lugar no es un parámetro de la experiencia, pues no ofrece la seguridad del carácter familiar propio de las localizaciones tradicionales. De allí que no nos reconocemos en el espacio.

El lugar deja de tener valor simbólico, deja de configurar la identidad. El tiempo, por otro lado, se sobre acelera en la búsqueda de la felicidad, del éxito, en la búsqueda de un algo. La novedad, en el siglo XX, se ha impuesto hasta dejar de ser verdaderamente algo nuevo, de allí la pregunta de Bugs Bunny: “¿Qué hay de nuevo viejo?” Pregunta ambigua por demás.  Ya que quien impone la novedad es el mismo sistema.

Las situaciones son ambivalentes y contradictorias, se caracterizan por una crisis permanente, que se asienta en la duda y la sospecha, la lógica del simulacro, diría Baudrillard. La aparición del sujeto es agazapada, es la crisis de él mismo. El sujeto es ambivalente porque aparece como un centro que, a la vez, se disuelve en sí mismo. Que se pierde en el bosque de su cogito poderoso.

El sujeto está inmerso en la época de los «humanismos», pero, a la vez, de los «anti humanismos». El individuo es el pluralismo y el relativismo; es el dogmatismo y el totalitarismo. La persona se caracteriza por su ambivalencia y su paradoja. Es algo sólido que se desvanece, de allí su paradoja y ambivalencia. El sujeto es una forma de experiencia vital —de uno mismo y de los demás, de las posibilidades y los peligros de la vida— pero una experiencia que parece moribunda, aunque vital.

Este conjunto de experiencias ambivalentes nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo. Sin embargo, al mismo tiempo amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos. Los entornos y las experiencias atraviesan todas las fronteras, une a toda la humanidad. Pero es una unidad paradójica, es la unidad de la desunión. Ésta nos arroja en una vorágine de desintegración y renovación, de lucha y contradicción, de ambigüedad y angustia.

Todo lo sólido, lo perdurable es dejado de lado por mercancías rápidas y reemplazables. La crisis del sujeto es generalizada porque abarca todos y cada uno de los elementos de su vida. Hay un elemento, entre otros, que resulta particularmente importante para la cuestión de la crisis del individuo, a saber: el lenguaje. La práctica de la autoayuda, en uno de sus ámbitos, se caracteriza por una búsqueda del lenguaje, como dadora de sentido.

A partir del lenguaje, el fluir de la vida se resiste a ser objetivado en formas distintas y discretas en las cuales se realiza, pero a la vez se anquilosa. De esta matriz nace la crisis de la palabra, la insuficiencia de la palabra y la desconfianza en ella, que caracteriza la cultura de la experiencia que se distancia en la pluralidad lingüística.

La crisis que engendra la palabra se convierte en la crisis del sujeto, porque éste ya no se sitúa en el centro jerárquico de la frase para organizar el mundo. Se abre un abismo entre las palabras y las cosas, entre el lenguaje y el mundo. Estamos en un mundo en el que el lenguaje neutro, el lenguaje de la informática, de la publicidad, en el que la manipulación del lenguaje está presente las veinticuatro horas del día.

El sujeto se adentra en la época de la post-palabra, porque ésta se desgasta. La ruptura entre la palabra y el mundo constituye una de las definiciones de la crisis del sujeto. No hay en las palabras afinidad con los objetos, no hay misterio con el mundo, todo es develado. La palabra es efímera, como lo es ahora la imagen. La palabra no tiene relación o contigüidad sustantiva con lo que supuestamente designa. Lo expresa de manera magistral Magritte en el cuadro “Esto no es un pipa”.

Ahora bien, la crisis del lenguaje está unida al acontecimiento de la lógica del burócrata, la figura del funcionario especializado en todos los niveles del orden social. La lógica del funcionariado, de la especialización, de la intercambiabilidad conlleva en sí un incesante proceso de anonimia. A la lógica burocrática no le interesa saber quiénes somos, para ésta la persona es un expediente, un número de registro. En toda instancia burocrática lo que somos es un número, sea la entidad bancaria, la empresa eléctrica, el pasaporte, la cédula o cartón de identidad…     

La lógica burocrática es el principio administrativo de la sociedad, un principio inevitable en una sociedad cada vez más compleja. La autoridad no se manifiesta a través de la persona, sino a través del cargo que uno desempeña en el sistema social, y a su vez en el lenguaje anónimo que esta lógica encarna. Un lenguaje, sea verbal o emocional, que hay que aprender.


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