Muchas veces queremos ser carismáticos, por lo que nos
comportamos o somos cariñosos, pacientes, dignos y valientes. Por lo que
queremos agradar y hacer favores. Poseer esa capacidad de motivar o suscitar la admiración de otros
debido esa cualidad de magnetismo personal o empatía. En pocas palabras, ser un
líder.
En este intento de reconocimiento por parte del otro, a
veces, saltamos de un lado a otro o armamos jaleo con la intención de destacar.
De ser reconocidos dentro de un grupo. Queremos que los demás sientan nuestra
presencia cuando llegamos a un lugar. Ahora bien, hay personas que no necesitan
alborotar, pues tienen suficiente carisma como para que los otros se fijen en
él. Se les da de manera natural.
Hay diversos tipos unos son alborotadores o otros son
discretos, su personalidad nos obliga a mirarlo cuando hace presencia en un
sitio. ¿Quién no sueña con poseer tal magnetismo? Con atraer las miradas, ser
el centro de atención de un lugar. Y mucho más en estos tiempos, donde se
destaca que si no eres nadie estás fuera del juego social.
Y nos preguntamos: ¿Qué hace para desprender tal cantidad de
vibraciones positivas, para provocar tanta admiración? Tal vez no hace nada.
Tal vez, ser solo él mismo. Dijo posiblemente. O tiene atributos de belleza que
hacen a la persona admirable, y toda belleza en admirada[1].
Ahora bien, una cosa es ser bello y otra es ser carismático.
Y más importante aún es ser uno mismo. La lección entre belleza y carisma está
en el «Banquete» de Platón, cuando Alcibíades se rinde ante el carisma de
Sócrates, del cual dicen que era feo este último y el otro excelsamente bello.
Pero eso sí, Sócrates era el mismo más allá de todo.
Esta es la lección que nos enseña un hombre como Sócrates:
¡hay que ser uno mismo! Y para esto, uno tiene que conocerse a sí mismo. No tenemos
que ocultarnos ni mentir lo que somos tras una apariencia; tampoco adoptar un
papel ni movernos de un lado a otro haciendo afectaciones para tratar de atraer
la atención de los otros. Simplemente tenemos que ser lo que somos.
Cuando nos ocultamos o mentimos sobre lo que somos, ya no
somos nosotros. Somos en tal caso una simple máscara, una sombra de algo. Si
adoptamos un papel como un actor, entonces solo somos eso una mera
representación de otro. Somos algo enajenado, salido de nuestro centro y
puestos en un lugar X. Como diría Heidegger, una existencia inauténtica. Y en
tal existencia no puede haber carisma.
Al ser nosotros mismos irradiamos nuestra personalidad, como
si fuésemos una fuente de luz. Que es nuestra propia luz, no la de otro. Somos
nosotros, no un remedo de alguien más. Elvis es Elvis, sus imitadores son solo
eso imitadores, y hay muchos.
Cuando somos nosotros mismos no presumimos de lo que somos,
solo vivimos nuestra vida. No andamos monopolizando toda conversación para ser
el centro de atención, ni nos damos falsa importancia. Ya que con tales
posturas lo que hacemos es fastidiar a los demás, e inconscientemente tratamos
de auto-convencernos de algo que no somos. Vivir en una mentira.
Eso no es tener carisma, es solo mostrar que somos invasivos,
pesados e inseguros de nosotros mismos. Y en esa nuestra inseguridad
sobreactuamos, encarnamos el papel de otro. Cuando somos auténticos, y con esto
quiero decir que somos nosotros mismos, somos sobrios en nuestro
pensar-hacer-sentir.
Para ser carismáticos no hay que ser extravagantes. El
carisma se desarrolla en la medida que somos honestos con nosotros mismos y con
los demás; y según nos aceptamos, porque nos conocemos, tal y como somos. No recurrimos
a falsos artificios, que no se corresponden con nuestra personalidad. Esto
sería una contradicción.
Todos podemos desarrollar una personalidad atractiva y
carismática; siempre y cuando, en primer lugar, nos conozcamos y seamos nosotros
mismos en cualquier circunstancia. De este modo, podemos llenar el espacio con
nuestra presencia y carisma. Seamos sinceros y auténticos. Y esto solo lo da el
cuidado de nosotros mismos.
Referencias:
Twitter: @obeddelfin
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