Cuando Leo Auffmann
le pregunta a Lena: «¿Qué pensarías si trato de inventar una máquina de la
felicidad?» Ella le responde rápidamente con una pregunta: «¿Pasa algo malo?»[1]
La pregunta, en
cuestión, es algo muy sencilla y, a la vez, atiende a un asunto muy importante.
Porque si es necesario inventar una maquina de la felicidad es por qué algo
pasa o algo no anda bien. Por otra parte, en el diálogo se contraponen dos
caracteres opuestos, el soñador de Leo Auffmann y el espíritu de Lena Auffmann,
que percibe algo presente y lo acepta como algo presente; en este percibir, Lena
deja que lo presente este ante ella tal como es.
Auffmann es aupado, por
algunos amigos, a llevar adelante su proyecto, para que acalle a aquellos «comentaristas
de la muerte». Por esta razón, debe inventar una maquina que «anime el futuro,
infinitamente alegre». Esta es una esperanza muy vieja en el género humano, que
anda tras la búsqueda de la felicidad como el burro tras la zanahoria, desde
hace tiempo.
Leo Auffmann, por su
parte, argumenta interrogativamente «¿Acaso hoy las máquinas no nos hacen
llorar?» Porque cada vez que el hombre y la máquina parecen entenderse algo
cambia. «Y los aeroplanos nos tiran bombas, los coches nos arrojan a los
precipicios». El conflicto hombre-maquina parece irresoluble según Auffmann y
muchos otros que así lo consideran.
La meta que se propone
Leo Auffmann con la máquina de la felicidad es que ésta ayudaría a la
«metamorfosis de la infancia» y, cuando pasaran los años el invento,
«permitiría que un hombre dormitara en las hojas caídas como los niños en
otoño». De esta manera, los hombres se alegrarían de ser parte del mundo. Por
lo que tal aparato a pesar «de los pies húmedos, la sinusitis, las camas
arrugadas, y esas horas de las tres-de-la-mañana cuando los monstruos le
devoran el alma a uno, fabrique felicidad».
Por su parte, Lena
Auffmann sentencia que tal máquina «no la necesitamos».
¿Cómo será el
aspecto de una maquina de la felicidad? Auffmann piensa que puede ser «algo que
se pueda llevar en el bolsillo o que lo lleve a uno en su bolsillo». Por lo
menos, «tiene que ser brillante». La felicidad siempre consideramos que debe y
tiene que ser algo radiante.
Ahora bien, cómo llegar
a saber ¿qué es la felicidad? Para esto el inventor recurre al diccionario y pregunta
a Lena «¿Te sientes "complacida, contenta, alegre, deleitada"? ¿Te sientes
"dichosa, afortunada"? ¿Las cosas son para ti "agradables y
convenientes", "satisfactorias y cómodas"?» No es la pregunta
sobre la ontología de la felicidad, las que hace Auffmann, sino más bien interroga
sobre un estar o sentirse de una determinada manera en el mundo, esto es, un
¿cómo qué?
La máquina toma
forma y Leo Auffmann temblando de fatiga, hambriento y tambaleándose por el
arduo trabajo anuncia que la maquina de la felicidad está lista y terminada. Un
anuncio de esta naturaleza indudablemente tiene que atraer a todos los de la
casa y el pueblo.
En medio de la noche,
Leo Auffmann sabe que algo lo ha despertado. Pues, en otro cuarto alguien llora.
Es Saul, su hijo, quien llora en medio de la noche. Auffmann se levanta, se
acerca a la cama del hijo y le pregunta si ha tenido una pesadilla; pero éste
no deja de llorar hasta que al fin se duerme de nuevo.
El padre con un
presentimiento baja al garaje y comprueba que la maquina está caliente.
Confirma que Saul ha estado esta noche ahí y ha usado la maquina de la
felicidad. Pero ¿por qué Saul no es feliz? ¿Por qué necesita de la máquina? ¿Por
qué quiere aferrarse a la felicidad? Y, sin embargo, habiendo estado en la
maquina llora en medio de la noche.
A la tarde siguiente,
Leo Auffmann guía a Lena ante la máquina y ella pregunta: «¿Esto es la
felicidad? ¿Qué botón debo apretar para sentirme alegre, contenta, agradecida,
y satisfecha?» Saul le advierte a la madre que no entre a la máquina.
Lena entra, cierra la
puerta y aprieta un botón. La máquina, dice Bradbury, «se estremeció
suavemente, como un enorme perro dormido». Fuera Leo y sus hijos comenzaron a
oír la voz de sorpresa de Lena, pues ella veía París, Londres, Roma, Las
Pirámides, La Esfinge; sentía el olor del perfume; escuchaba El Danubio azul y
comenzó a bailar. Es «asombroso», dijo Lena.
Sin embargo, sin
mediación alguna, Lena se echó a llorar. Todos se quedaron sorprendidos por aquel
«llanto de bebé» que oían. Leo Auffmann no se pudo contener y abrió la puerta
de la máquina, «allí estaba su mujer, con lágrimas que le rodaban por las
mejillas. — Espera -dijo-. Déjame terminar. Lloró otro poco».
Auffmann apagó la
máquina.
«—¡Oh, qué cosa más
triste! -gimió Lena-. Me siento mal, terriblemente mal -salió de la máquina… ¡París!
Y de pronto quise estar en París, ¡y supe que no estaba!». El desconcierto se
da porque la máquina produce la sensación de que es cierto lo que se ha visto,
oído u olido. Sin embargo, al estar sentados en la máquina se sabe con certeza
que aquello no es cierto. Es un choque de emociones en la certeza de saber que
aquello que parece verdad es mentira, es una mera ilusión. De allí el
desconsuelo y el llanto de quienes han usado la máquina.
Nada de lo que ahí
se siente es importante, dice Lena:
«—Pero tu máquina
dice que es importante. Y lo creí. Ya se me pasará, Leo. Déjame llorar un rato.
— ¿Y qué otra cosa?
— ¿Otra cosa? La
máquina me dijo: "Eres joven." Y no lo soy. ¡Miente, esta Máquina de
la Tristeza!»
La maquina de la
felicidad es en verdad la máquina de la tristeza. Pues, dentro de la ésta «la
puesta de sol parece ser eterna, el aire huele bien, la temperatura es
agradable. Todo lo que quieres que dure, dura». Sin embargo, en algún momento,
dice Lena, uno tiene que «salir de aquí e ir a lavar platos y hacer camas… los
chicos esperan el almuerzo, las ropas necesitan botones». Tenemos que afrontar
un mundo de acciones prácticas que la máquina excluye.
La eternidad de la
felicidad no es posible, concluye Lena. «La puesta de sol dura un minuto o dos,
mejor. Luego, pasemos a otra cosa. La gente es así, Leo». Por ello, «las
puestas de sol son hermosas porque sólo ocurren una vez y desaparecen». Esto
recuerda aquellos placeres falsos, de los cuales Epicuro exhortaba a no seguir.
El error de Leo Auffmann,
según Lena, es que él ha detenido las cosas rápidas y ha traído las cosas
lejanas al patio. A un sitio que no les corresponde. Ese es el dilema de la
máquina de la felicidad, que nos muestra y nos hace disfrutar de algo que
sabemos que es inalcanzable.
Esa separación nos
enajena, porque comenzamos solo a anhelar aquello otro sin tener la posibilidad
de alcanzarlo. Estamos acá y, a la vez, queremos irnos; por eso lloramos y no somos
una unidad. «Lo primero que se aprende en la vida es que uno es tonto. Lo
último que se aprende en la vida es que se sigue siéndolo», nos dice Bradbury.
Esto es cierto si llevamos una vida desmembrada, sin darnos cuenta que la
felicidad todavía funciona, no siempre bien; pero todavía funciona.
La felicidad, esa
cosa ambigua que buscamos como un ensueño, está aquí todo el tiempo, en la vida
cotidiana. En las metas que nos proponemos, en nuestras posibilidades, en
nuestros proyectos; en el hacer con los familiares y amigos; está en nuestro
pensar-hacer-sentir de cada día. En nuestras interrelaciones con los otros. En medio
de nuestras tristezas, alegrías, miedos y sorpresas que cada uno de nosotros
construimos y padecemos. En esas cosas que cada día hacemos y no nos damos
cuenta por ser tan sencillas.
Referencias:
Twitter: @obeddelfin
Interesante la forma de relatar esto de los sentimientos, que ha su vez son tan cotidianos y por lo tanto pasados por alto. Personalmente estoy con Lena cuando afirma que es una máquina de la tristeza porque la felicidad está vinculada con ella, es su otra cara, están allí y no hay necesidad de maquina para forzarlas.
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