Para
despertar efecto, afecto y atención en la sensibilidad de los sujetos
actualmente son de uso cotidiano las expresiones «angustia», «crisis» y
«desesperación», entre otras. Estas palabras tienen buen auditorio, quizá
demasiado; pues son términos negativos. No obstante, por extraño que parezca extraemos
de estas palabras un poco de placer; por el dolor y el estremecimiento que
suscitan, lo cual les confiere un ingrediente voluptuoso.
Vivimos,
nos dicen, en una época de crisis, la cual está dominada por la angustia. Que
en el horizonte de la vida se asemeja a la desesperación. De ello que se haya
desarrollado toda una literatura de autoayuda y profética definida por esos
supuesto. Literatura que, generalmente, aceptamos como profunda, perspicaz y
acertada; es decir, que aceptamos que las situaciones de la vida transitan por
ese camino.
No
podemos negar que a diario ocurren cosas atroces, viles y estúpidas. Lo peor no
es que sucedan, sino que las aceptemos como algo natural. En el caso más simple
ni siquiera protestamos ni nos indignamos. Pasamos ante estas cosas como algo
dado. «Es así», decimos. Incluso se las podemos achacar a la voluntad de Dios y
con eso resolvemos el asunto.
Si
algo nos molestas, nos molesta en nuestra particularidad; porque afecta nuestra
individualidad. Por eso, muchas veces,
clamamos contra cualquier atropello del tipo que afecta mi particularidad, pero
ignoramos y olvidamos lo que puede afectar a los demás. «Yo primero, segundo
yo, y tercero yo», dicen muchos.
Rechazamos
nuestro acontecimiento particular, pero aceptamos lo general. Nos limitamos
solo a nuestras propias preocupaciones. Nos olvidamos de lo demás, de hecho anulamos
cualquier situación afectiva que corresponda a otros.
No
obstante, siempre estamos en el juego social; no podemos escapar del mundo ni
encerrarnos en un lugar apartado. Estamos consignados a y en nuestra época, estamos
irremediablemente destinados a ella. Por esta razón, la padecemos y ésta hace o
deshace nuestra vida.
Evitamos
el mínimo gesto o lo omitimos, eliminamos así cualquier complicidad social. Suprimimos
el hecho colectivo de la aceptación. Pues, argumentamos que no podemos
conseguir evitar la atrocidad, la estupidez y la vileza. Nos creemos
intocables. Lo anormal lo asumimos como
normal, sin buscar relegarlo al lugar de donde nunca debió salir para hacerse
normal.
La
consecuencia inevitable es la desesperación, que encuentra cierta confusión con
nuestra crisis que no es solo individual. Pues, una crisis consiste en que a
causa de una serie de cambios, experiencias y fracasos, el sistema de nuestras vigencias
sociales e individuales se quebrantan. Por lo cual, llega un momento dado en
que nuestra vida queda agotada, al no saber qué hacer.
Cuando
la situación se hace insostenible nos sobreviene la desesperación. Que se
traduce en la significativa expresión «así no se puede vivir», muy presente en
el hablar cotidiano. En este punto, convenimos en insistir en el fracaso. De
este modo, la pretensión colectiva se va cumpliendo y satisfaciendo, el
horizonte se va aproximando. El cual ha dejado de funcionar como horizonte y se
convierte en el muro contra el cual nos estrellamos. Es ésta es la forma radical
de crisis: la crisis de la ilusión en la cual estamos atrapados.
En
esta crisis se produce el agotamiento. En el cual desaparece el futuro como porvenir;
porque no vemos ni sabemos qué puede venir. La posibilidad de innovación, que
es la condición mínima de la vida, está exhausta. Nos encontramos en una
situación sin salida, sin mañana y nos sobrevienen el desencanto y la
melancolía.
Tal
vez no pase nada más. Estamos atrapados por algo paradójico. Sin embargo,
siempre pasa algo. Aunque esperamos el pasar máximo, que es que no pase nada. Entonces,
la nada cruza sobre nuestra época y nos tiene anonadados. En esta angustia, todo
persiste, todo parece conservado y estabilizado. Hay, por una parte, una espera;
por otra, la posibilidad que no pase nada.
Por
esta razón, desaparece la incitación y la promesa. Lo que estaba delante como
posibilidad queda aquí y ahora, poseído e inerte, muerto. Este es un tiempo de
desesperados y desesperanza. En los primeros reina la sensación de que «así no
se puede seguir»; en la segunda, estamos persuadido de que «se puede seguir así
indefinidamente».
Esa
es la diferencia entre la desesperación y la desesperanza. La más grave es, sin
duda, la última; porque en ella nos entregamos, nos damos por vencidos. Por el
contrario, la desesperación contiene una posibilidad, la desesperanza no. La
desesperación pone un límite, un coto a la desesperanza; ya que nos hace pensar
que «así no se puede seguir» viviendo, nos dice que existe un plazo breve, una
oportunidad que es posible llegar a realizar.
La
desesperación, por negativa que sea, propone algo que se ha perdido: la posibilidad
de una realización. Devuelve, de alguna manera, la función y dimensión del futuro; propone un aquí y allá.
La desesperación introduce o preserva, ante la desesperanza, la expectativa.
Propone la espera de algún desenlace, porque está al acecho del acontecimiento.
Referencias:
Twitter: @obeddelfin
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