Cuantos mayores son nuestras incertidumbres más tendemos a
depender de las personas que consideramos que son nuestros principios de
autoridad; éstas pueden ser nuestros padres, el médico, el profesor, el jefe…
Consideramos que ellas están al mando, por lo cual nos pueden dar claridad y
asegurar que todo va bien. Delegamos en estas personas nuestro pensar-hacer.
En este sentido, seguimos a las personas por lo que
consideramos que saben, y obviamos a aquellas que consideramos que no saben o
por lo que no saben. El saber da seguridad, ninguno de nosotros queremos andar
perdidos en algún lugar de la ciudad. Esta es la razón por la que contratamos a
personas, ya que consideramos que ellas saben algo que nosotros no sabemos.
Ahora bien, pongamos un ejemplo, si alguien nos contrata por
las expectativas de que nosotros sabemos algo que ella no sabe, tales
expectativas pueden llevarnos a no ser honestos con nosotros mismos ni con la
otra persona. ¿A qué me refiero? A que no somos capaces de admitir que hay
cosas que no sabemos. Por ejemplo, el profesor que no desea admitir delante de
sus alumnos que él no sabe algo que el alumno pregunta.
Aparentar que sabemos es algo muy común, sea esto en el
ámbito laboral, familiar…. Y es común, porque consideramos que es mejor
aparentar un conocimiento que no tenemos o hacer ver que sabemos algo, por
temor a decepcionar a las personas. En Venezuela, cuando se dan estos casos se
hace referencia al «diente roto»[1]
En otros casos, aparentamos que sabemos algo llevados por la
presión que ejerce sobre nosotros la figura de autoridad o por nuestro entorno;
un alumno se siente presionado por el profesor. Tal presión se ejerce, incluso,
cuando la figura de autoridad no se conoce personalmente o cuando ésta no está presente.
La figura de autoridad puede tener dos vertientes en la
relación que establecemos con ella. Por una parte, nos puede generar una relación
de sumisión, lo cual alivia la ansiedad de nuestro no-saber, ya que delegamos nuestro
no-saber en el saber de tal figura. Por otra parte, nos provoca cierto dolor al
ser consciente de nuestro no-saber, incluso nos sentimos disminuidos ante la
figura de autoridad.
La obediencia irreflexiva a la figura de autoridad puede
provocar un impacto inadecuado en nuestra capacidad intelectiva y emocional, sea
a la hora de tomar decisiones y rendir al máximo. En algunos casos, puede tener
consecuencias paralizantes y destructivas.
Por otra parte, podemos pensar que cuanto más expandimos
nuestro conocimiento más sabemos y menos ignoramos. Sin embargo, seguimos
atrapados en la paradoja del saber, donde asumimos que el conjunto total de conocimientos
es un valor fijo por sí mismo. Frente a ese valor fijo que consideramos es el
conocimiento, se nos presenta el mundo que es volátil, incierto, complejo y
ambiguo. Lo cual debe ponernos alerta, para ver el peligro de solo confiar en
lo que ya sabemos. El reto consiste en asumir la duda socrática ante ese mundo.
Cuanto más complejo es el contexto en el cual nos
desenvolvemos nos resulta más difícil saber dónde vamos a terminar y cuál será
el resultado. Pues hay demasiadas variables, demasiadas incertidumbres y
ambigüedades, demasiados acontecimientos que no podemos predecir, es decir, que
lo que sabemos no es suficiente.
En el caso de la planificación y la estrategia percibimos éstas
como algo esencial, como la solución razonable a la incertidumbre. No obstante,
con ellas perpetuamos la ilusión del saber, del poder encontrar una forma de
hacer las cosas que nos lleve con toda seguridad a nuestro destino final.
Buscamos la certidumbre.
En un mundo sin figura de autoridad hay hechos conocidos que
conocemos; hay cosas que sabemos que sabemos. Sin embargo, también sabemos que
hay hechos desconocidos conocidos; es decir, sabemos que hay algunas cosas que
no sabemos. Pero hay también hechos desconocidos que desconocemos, aquellos que
no sabemos que no sabemos. Donde el no-saber es mayoría.
Debemos de estar consciente que nuestro mundo no está hecho
de piezas estáticas, sino de interacciones dinámicas. Todo lo que nos rodea está
en constante movimiento. El conjunto es mucho más que la suma de sus partes.
Por lo general, se nos da bien enfrentarnos a lo que
sabemos, esto es, a los hechos conocidos que conocemos. Este planteamiento resulta
inadecuado en contextos complejos. Donde lo que se caracteriza es lo
inesperado, lo incongruente y lo inexplicable. En estos contextos es difícil
definir cuál es el problema o la pregunta, mucho más la respuesta.
El aferrarnos a la certidumbre se da porque estamos habituados
a pensar en la forma del saber e ignorar el no-saber. Por ello tendemos a
buscar un remedio universal, una respuesta fácil que solucione el problema de
una vez. Buscamos lo instrumental y no lo deliberativo.
Ante los contextos de lo inesperado, por ejemplo «Alicia en
el país de las maravillas», se generan nuestros miedos y ansiedades provocadas
por las incertidumbres. Cuando estamos en esta situación, volvemos a la certidumbre
de hacer las cosas como la sabemos hacer, pues estamos condicionados a realizar
nuestros hábitos; el emigrante repite los modos que hacía en su tierra natal.
Con la repetición de nuestros hábitos buscamos las
soluciones rápidas, que son soluciones temporales. Pues evitamos o no podemos
abordar las cuestiones más profundas. De este modo, perpetuamos el problema o
lo agravamos. Debemos tener la disposición socrática no-saber, porque en los contextos
complejos los resultados de nuestro pensar-hacer son impredecibles, y las
consecuencias no las podemos entender por adelantado.
Referencias:
Twitter: @obeddelfin
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