Por lo general, no esperamos lo inesperado. Por el
contrario, tendemos a sobreestimar el control que tenemos sobre cualquier
situación. Por eso nuestro finisterre
es el límite de todo lo que creemos conocido, de allí para allá todo se
convierte en un lugar misterioso e inseguro. Pues existe una frontera que
separa nuestra realidad de lo que es extraño, de lo inexplicable; lo que está
por descubrir y que quizá no descubramos nunca.
En esa frontera, la niebla empieza a rodearnos y nos resulta
difícil ver lo que hay a nuestro alrededor. Ya no reconocemos ni el paisaje, ni
los senderos ni los mapas que hemos dibujado de los caminos de nuestra vida.
El mapa que hacemos de cada uno de nosotros depende de lo
que hemos vivido y experimentado, tanto de lo que conocemos como de los límites
de lo desconocido. Hay muchas situaciones que nos llevan al límite y cada
límite es una nueva experiencia. Pero el límite es como la candela, cuando
estamos demasiados cerca retiramos la mano.
En estos límites experimentamos emociones complejas y
conflictivas. Por lo general, no reaccionamos bien cuando estamos en estos
límites, ya que buscamos trucos para mantenernos en zonas conocidas. El límite
es el punto donde nuestra relación con lo desconocido pierde el equilibrio.
Cuando entramos en un espacio desconocido nos enfrentamos a
tareas inciertas y complejas. Nos situamos en el desequilibrio de nuestras
competencias. Por lo cual, al aumentar las tensiones recurrimos, de forma
natural e inconsciente, a lo que sabemos.
Para evitar las sensaciones incómodas, que nos provoca el
desequilibrio, recurrimos a formas probadas de eficacia. Buscamos la estructura
cierta. Pues, de lo contrario, desencadenamos situaciones conflictivas y
buscamos otros haceres que ocupen nuestra mente. ¿Por qué huimos de lo
desconocido?
Porque al enfrentarnos a una falta de conocimiento esto nos
puede llevar a cuestionar lo qué somos y quiénes somos. Cuestionamos o dudamos
de nuestras competencias, de nuestra confianza y poder. Es el peligro de no
hacer un buen trabajo, de no tener la experiencia requerida, de no saber lo
suficiente.
Tales incertidumbres nos hacen pensar que podemos perder
nuestras ventajas, nuestra influencia y autoridad. Una de las razones por las
que tememos a lo desconocido es porque esto nos lleva a enfrentarnos a nosotros
mismos; a nuestra propia fragilidad. No admitimos o nos cuesta admitir nuestra
falibles.
Nuestras incompetencias nos hacen ser vulnerables. Admitir
que no sabemos nos resta autoridad, porque supone que experimentamos una
pérdida de poder y de control. Por ello,
muchas veces no admitimos el error cometido, ni la duda que nos embarga.
Estamos estructurados para el saber, no para la duda socrática.
El admitir el error o la duda o el me he equivocado nos
produce vergüenza, en la cual nuestra identidad se percibe amenazada. La
vergüenza hace que no queramos hablar nunca de lo que pensamos sobre la situación
dada.
Por ello y para ello, construimos roles en nuestra vida para
protegernos de lo desconocido. Que sirven, a la vez, para impedir que nos
impliquemos con nosotros mismos. Tales roles son capaz protectoras, tras las
cuales nos escondemos para evitar sentirnos vulnerables por el no saber, por el
límite, por el desequilibrio.
De este modo, construimos nuestra vida con estructuras y procesos,
con listas y planes que creamos. Los cuales nos dan la impresión de orden,
control y seguridad. Esto, con el tiempo, lo convertimos en hábito. En el
hábito de la ilusión del control.
Referencias:
Twitter: @obeddelfin
No hay comentarios:
Publicar un comentario