Nuestro estado de
incertidumbre y desorientación es ese no saber a qué atenernos. El mismo conduce
con frecuencia a la angustia. Esto pasa cuando nos abandonamos a la
incertidumbre y la angustia; cuando queremos evitar éstas sin haberlas
superado, cuando pretendemos obrar como si supiéramos sin saber, y sobre todo
sin esforzarnos por saber.
Caemos en la
ceguera. Esa que echa tierra en nuestros ojos; que agranda nuestra confusión
intelectual y emocional. Para no ver que la vida está turbia descargamos en
ésta más oscuridad. Angustia y ceguera son dos
dolencias fundamentales que padecemos en nuestros días.
En nuestro intento
de ir más allá de éstas, recurrimos a lo que hoy se denomina «autoayuda». Los
antiguos buscaron la cura a estos dos males en la «ataraxía». Sea en la versión
negativa, esto es, la «suspensión», «abstención», el desinterés y la
indiferencia. O en la forma positiva, es decir, en el estado de alerta, estado activo
y tenso sosiego.
Por lo general,
cuando somos asediados por esos dos males nos preguntamos ¿Cómo podemos salir
de ellos? En esta pregunta, se anida la ceguera del entendimiento y de las
emociones. Pues dejamos a un lado la interrogante ¿Qué esto que padezco?
Queremos resolvemos algo que no sabemos
qué es.
Descubrimos, a la
larga, que nada de lo que hasta ahora habíamos presumido nos sirve. La
consecuencia de tal descubrimiento debe ser la admisión, en primer término, de
que no sabemos qué es lo que padecemos y, en segundo lugar, un esforzado empeño
en averiguar qué es.
Sin embargo, por lo
general, estamos poseídos por la básica creencia de que ya lo sabemos todo. En
esto somos, como dice Julian Marias, la persona que «no sabe no saber», es
decir, el cegato. De aquí que caigamos irremediablemente en la incertidumbre y
en la desorientación de no saber nada. Con lo cual, desembocamos en lo
inoportuno, en el injustificado atropellamiento de nosotros mismos y de los
demás. En la pura arbitrariedad.
De esa manera,
estamos frente a nuestra propia ignorancia. La cual debe movernos a emprender esfuerzos
para intentar responder a la desesperada pregunta ¿De qué es lo que padecemos?
Y no permanecer en la inercia de la ignorancia. La búsqueda de tales respuestas
debemos hacerla con calma jovial, con temple para así llegar a entender ese
cuidado de nosotros mismos.
Esta calma es el
sosiego regalado y brioso que podemos crear en medio de nuestra angustia y
apuros; cuando al sentirnos perdidos gritamos a los demás y a nosotros mismos
¡Calma! Es en este sosiego que podemos superar y poner en la incertidumbre
cierto orden. Donde podemos tomar posesión de nuestra vida.
En este sosiego nos
humanizamos. Sin embargo, cada uno de nosotros llevamos en sí el germen de una
viciosidad particular. En esto radica parte de
nuestro existir. Todo temple y sosiego puede degenerar en cotidianeidad,
en mera adaptación y conformismo. Tal como hacemos con la angustia, que la degradamos
en manía o pavor, que nos frenetiza y envilece.
Tal sosiego es la
calma activa. La ataraxia positiva, jovial y alerta. Para así en medio de
nuestras tormentas y tempestades, en el tiempo más crudo, hagamos posible la
calma con nuestra quietud. Día a día nos afanamos sobre la incertidumbre y la
ceguera que nos abruman. No obstante, en este vórtice debemos construir diestramente
nuestra quietud, nuestra ataraxia activa; para que la vida siga a pesar de
todas las tormentas.
Referencias:
Twitter:
@obeddelfin
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