Como sujetos no nos detenemos. Vamos permanentemente
organizando el mundo, construyendo nuestras fortalezas, entendiendo a los demás,
desconfiando de ellos. Muchas veces, perturbamos intencionadamente a los demás,
disfrutamos saltándonos las prohibiciones, engañando deliberadamente, tanteando
hasta dónde podemos infringir las reglas. Además, anticipamos el sentimiento de
los otros y encontramos placer en poder afectarlos de alguna manera.
También aparecen otros sentimientos, que
nos rigen, en los cuales intervienen las normas, el juicio sobre el
comportamiento propio y ajeno. Descubrimos el sentido de la responsabilidad y
entramos en la vida; en las miradas ajenas, acogedoras o terribles como jueces
cercanos. Disfrutamos al ser mirados con cariño: «Mira cómo hago esto bien»,
«Mira la manera en que lo hago» éstos son nuestros frecuentes reclamos de
atención.
Nos constituyen, por otra parte, sentimientos
más complejos, como la responsabilidad personal y la conformidad a unas normas.
La alegría y la tristeza son sentimientos simples o básicos. El orgullo, la
vergüenza o la culpa, por el contrario, son complejos. A veces, nos encontramos
atribuyendo nuestros sentimientos a otros, por ejemplo, a nuestros padres cuando
decimos «Mamá estará orgullosa de mí si hago esto». Esto es una muestra de que
nuestros sentimientos son sociales. Ya que, yo puedo sentirlos o quien me ve, solo
es necesario que la persona esté afectivamente entrelazada conmigo.
Reconocemos que nos podemos sentir
orgullos o sentir vergüenza aunque no haya un público presente; nos sentimos
orgullosos o avergonzados por nosotros mismos. Esta dualidad se ha instalado en
nuestra conciencia. De este modo, nos convertimos en actores y jueces en un
solo sujeto. La vida se nos complica, estos son los inconvenientes de la
reflexión y de la libertad.
En medio de todo este marasmo va
apareciendo en nuestras vidas otro elemento sorprendente, que nos da mucho que
pensar. Oímos decir que los sentimientos pueden «controlarse» y que, en muchas
ocasiones, «deben controlarse». Ante esta sentencia empezamos a sentirnos
culpables de lo que sentimos, sin saber la manera de evitarlo. Estas en un
drama sentimental.
La constitución de nuestra personalidad
afectiva es un proceso estimulante y dramático, amable y trágico, lleno de
claridades y tinieblas. Al mismo tiempo que aparecen y se consolidan nuestros
modelos afectivos, aparecen y se consolidan nuestros esquemas intelectuales.
Los fenómenos afectivos aparecen en nosotros
sin que intervengamos en ellos. Más que autores, somos víctimas o beneficiarios
de éstos. Ante nuestras ocurrencias sentimentales nos encontramos siempre
inermes. No podemos elegir el amor; no podemos disipar la vergüenza; enfriar el
odio; calmar la angustia; animar el aburrimiento o prender la alegría, éstos
nos asaltan. El gobierno de los mismos es una lucha de la voluntad racional.
Nuestro primer contacto con el mundo es
afectivo. En esa instancia nos movemos por nuestros intereses, por nuestra
curiosidad; por la necesidad de comunicarnos y entender a los otros. En este
proceso nuestra inteligencia racional se va haciendo objetiva, hasta el punto
que comenzamos a objetivar aquellos valores que antes vivimos en y con el
sentimiento. Comenzamos a evaluarlos y distinguirlos entre sentimientos buenos
o malos, correctos o incorrectos, adecuados o inadecuados.
De esa manera, nuestra inteligencia
afectiva va añadiendo nuevas rutas al laberinto que vamos recorriendo. A través
de todas estas aventuras y desventuras se va configurando nuestra personalidad.
Dice Pascal, «es menester que la razón se apoye sobre estos conocimientos del
corazón y del instinto, y que fundamente en ellos todo su discurso». Como
apreciamos la confianza en la inteligibilidad de la vida apasionada no es cosa
de hoy.
Una concepción de la afectividad ha de
tener un doble propósito. Por una parte, describir lo que nos sucede, los
alborotos anímicos que nos envenenan o salvan. Por otra, explicarlos, buscar
sus causas, leyes o regularidades. Es pertinente elaborar una cartografía sentimental,
desarrollar una estética de la misma. Para llegar a una educación sentimental.
Lo primero que debemos saber es que
nuestros sentimientos son experiencias conscientes, con y en los cuales nos encontramos
implicados, complicados e interesados. Con nuestra inteligencia racional mantenemos
una relación distanciada, de alejamiento, con las cosas; en esto consiste lo que
llamamos objetividad. De este modo, no nos hacemos árbol cuando vemos un árbol;
pero sí nos entristecemos cuando vemos un espectáculo triste.
Por este estar involucrados es que
decimos «me siento alegre, triste, deprimido, feliz o enamorado». Cuando decimos
esto hacemos constar que hay una presencia duplicada de nosotros en el
sentimiento. Somos los que sentimos y, a la vez, somos parte inherente de lo
sentido. Es decir, nos sentimos a nosotros mismos triste, alegre o desesperado.
El mundo forma una aleación con nosotros,
está entramado con nosotros. Nos afecta. Ésta es la experiencia inaugural de
nuestro trato afectivo con él. Estamos en el sentimiento. Vivimos sentimentalmente.
Alumbramos el mundo con nuestra luz sentimental, o por el contrario lo oscurecemos
con nuestra oscuridad sentimental.
Referencias:
Facebook: consultoría y asesoría filosófica
Obed Delfín
Youtube: Obed Delfín
Twitter: @obeddelfin
No hay comentarios:
Publicar un comentario