El
sentimiento de lo sublime tiene por carácter producir un movimiento del
espíritu enlazado con el juicio del objeto. La facultad de querer tiene la
determinación dinámica de la imaginación. En este sentido, el juicio estético
reflexivo representa la satisfacción de lo sublime, en cuanto a la cualidad,
como el sentimiento de una finalidad subjetiva sin interés. De allí que a ésta
corresponde lo sublime dinámico.
Lo
sublime dinámico es como una potencia que amenaza la integridad física. Kant de
denomina «poderío» o potencia
a un poder superior a los
mayores obstáculos. Tal potencia tiene «imperio»
cuando es superior a la resistencia que le opone otra potencia. La naturaleza,
considerada en el juicio estético como una potencia que no tiene ningún imperio
sobre nosotros es dinámicamente
sublime.
Cuando la naturaleza ha de ser juzgada por nosotros sublime
[en sentido] dinámico, tiene que ser representada como inspiradora de temor (si
bien, a la inversa, no todo objeto que despierta temor es hallado sublime en
nuestro juicio estético)… La naturaleza, pues, sólo puede valer como poderío ─y por tanto, como sublime dinámicamente─ para la facultad de juzgar estética en la medida en que sea
considerada como objeto de temor[1].
Lo
sublime es universalmente subjetivo. El sentimiento de lo sublime se relaciona
con un objeto sin forma. Porque la forma posee un límite bien demarcado. La forma
implica limitación. No tener límite es lo sin forma.
Lo
sublime es afín a la razón. Lo sublime dice relación a la razón porque no hay
de él presentación posible. Lo sublime es impresentable. En lo sublime no hay
ni forma ni presentación. Pues semejante a dios, el alma, la libertad no es un objeto
empírico que puede ser presentado.
Lo sublime es inapropiado para la cualidad
representativa si es violentada la imaginación. Es necesario, pues, representar
la naturaleza dinámicamente sublime excitando el temor. Ya que la naturaleza,
por el juicio estético, no puede ser considerada ni potencia ni sublime
dinámico, en tanto sea considerada un objeto de temor.
“La
naturaleza se llama aquí sublime simplemente porque eleva la imaginación a la
presentación de los casos en que el ánimo puede hacer para sí mismo sensible la
propia sublimidad de destinación, aun por sobre la naturaleza”[2].
El poderío de esta experiencia estética invoca la fuerza de la imaginación
hasta su límite; ya que la naturaleza de lo sublime eleva la imaginación a tal
nivel de la presentación que el ánimo hace, para sí mismo, la propia sublimidad
de su destino por sobre la naturaleza misma.
En los juicios estéticos, la
naturaleza es considerada sublime porque obliga al individuo en su propia fuerza
a mirar las cosas por las cuales padece de inquietud, y a considerar la
potencia de la naturaleza como no teniendo ningún imperio sobre él. En este sentido, la naturaleza es llamada
sublime porque la imaginación la eleva hasta hacer de ella una presentación. El
espíritu se hace sensible su propia sublimidad y a la superioridad de su propio
destino por sobre la naturaleza.
El
aspecto de la naturaleza es atrae con más fuerza en cuanto ésta es más terrible,
porque eleva las fuerzas del espíritu y descubre en éste un poder de
resistencia que da valor a sus propias fuerzas ante la omnipotencia de la
naturaleza. La naturaleza contribuye a la emoción de lo sublime por su grandeza
y su fuerza.
En
lo sublime dinámico toda satisfacción es pensada como un aumento de la potencia
vital. Esta potenciación es indirecta. Así se produce, según Kant, una
inhibición, un instante en que la fuerza es reprimida en sí misma, que experimenta
una angustia transitoria. Lo sublime es una emoción que tiene aspecto negativo,
cierta ambivalencia.
Esta
potencia exige, por otra parte, que el individuo se halle en un estado de
seguridad para que pueda experimentar esta tal satisfacción vivificante. Debe
haber un embeleso en el peligro que produce la sublimidad en la facultad del espíritu.
En efecto, la satisfacción está dirigida a descubrir el destino de esta
facultad del espíritu, en tanto que su naturaleza es propia en él.
A
lo sublime consiste el poderío. Al sentimiento de lo sublime, ante la
representación de Dios a los fines de tal poder, corresponde al abatimiento, la
sumisión y el sentimiento de completa impotencia que es conveniente en
presencia de tal ser. Sentimiento que acompaña la idea formada ante la
presencia de esta especie de poder. Se trata de la presentación de algo que es
impresentable.
La sublimidad, por lo tanto, no está contenida en ninguna
cosa de la naturaleza, sino solamente en nuestro ánimo, en la medida en que
podemos llegar a ser conscientes de nuestra superioridad, sobre la naturaleza
en nosotros y, con ello, también sobre la naturaleza fuera de nosotros (en
cuanto que en nosotros influye)[3].
La sublimidad sólo reside en el espíritu,
siempre que éste tenga conciencia de ser superior a su propia naturaleza; por
ende, a la naturaleza exterior que influye sobre él. Por ello, todas las cosas que
en la naturaleza excitan el sentimiento de lo sublime son denominadas de manera
impropia sublimes.
El temple de ánimo para el sentimiento de lo sublime demanda
una receptividad del ánimo a las ideas; pues precisamente en la inadecuación de
la naturaleza con respecto a éstas y, por tanto, sólo bajo suposición de las
mismas y del tensarse de la imaginación para tratar a la naturaleza como
esquema de ellas, consiste lo aterrador para la sensibilidad, que, sin embargo,
es al mismo tiempo atrayente: porque es una violencia que la razón ejerce sobre
la imaginación sólo para ampliarla a la medida de su dominio propio (el
práctico) y dejarla atisbar hacia el infinito que para ella es un abismo[4].
La
disposición particular del espíritu para las ideas conviene al sentimiento de
lo sublime; ya que en la inconveniencia de la naturaleza con las ideas, la
imaginación trata aquella como un esquema de las ideas, en esto consiste lo
terrible para la sensibilidad, que al mismo tiempo la atrae. “Este desarreglo
de las facultades entre sí da lugar a la extrema tensión (la agitación, dice)
que caracteriza el pathos de lo
sublime”[5],
señala Lyotard.
Pues lo insondable de
la idea de la libertad cierra completamente el camino a toda presentación
positiva; pero la ley moral es en sí misma suficiente y originariamente
determinante en nosotros, de modo que ni siquiera nos permite mirar en busca de
un fundamento de determinación fuera de ella misma[6].
[5] J. F. Lyotard. Lo
inhumano (charlas sobre el tiempo), Buenos Aires, Editorial Manantial, 1998, p.
103.
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