La
inmensidad de la extensión o infinitud del universo produce en el observador un
placer por su propia insignificancia y de su pequeñez en la naturaleza. “Una
dimensión de grandeza es una causa poderosa de lo sublime. Esto es demasiado
evidente, y la observación muy común, que necesita la ilustración: no es tan
común a considerar en qué forma la grandeza de la dimensión, amplitud de la
extensión o cantidad, tiene el efecto más llamativo”[1].
Todo lo que es terrible con respecto a la vista, es sublime también en grandes
dimensiones porque se manifiesta como una cosa que puede causa temor.
En
el espectador, ante la vastedad y la infinitud se siente como una partícula aislada, un ser frágil que al menor golpe de
aquellas fuerzas puede ser aniquilado; está desamparado frente a la naturaleza entregado
a la inmensidad; es una nada evanescente frente a poderes enormes.
Me inclino a imaginar también, que la altura es menos grande
que la profundidad, y que somos más golpeó a mirar hacia abajo desde un
precipicio, que mirando a un objeto de la misma altura, pero de que no soy muy
positivo. Una perpendicular tiene más fuerza en la formación de lo sublime, de
un plano inclinado, y los efectos de una superficie rugosa y quebrada parece
más fuerte que cuando es lisa y pulida[2].
La grandeza de la dimensión, la
amplitud de medida o la cantidad tienen el efecto más llamativo por lo que son causa
majestuosa de lo sublime. Las formas de gran formas dimensión privan el ánimo
para obrar y raciocinar, porque infunden miedo y una aprehensión de la pena o
de la muerte.
Al
estar enfrentado a la vastedad de la naturaleza el sujeto no es más que una
representación, en la cual se halla incapacitado a las ideas, ajeno a todo
querer y a toda necesidad. Es la completa impresión de lo sublime. Aquí está
causada por la visión de un poder que amenaza con destruirlo superándolo sin
comparación alguna. “Otra fuente de lo sublime es infinito… Infinito tiene una
tendencia a llenar la mente con ese tipo de horror delicioso, que es el efecto
más genuino y la prueba más verdadera de lo sublime”[3].
En
forma totalmente inmediata aparece esa impresión de lo sublime en lo infinito, través
de un espacio que es pequeño en comparación con el Universo; y actúa en toda su
magnitud sobre el individuo, al cual le imprime su infinita pequeñez en la
medida de todo su ser. Lo infinito no puede convertirse en objeto de los
sentidos.
Esta
impresión la produce un espacio vacío que rebasa la percepción, es decir, un
espacio abierto más allá de la inmediata percepción, sin limitación de toda
dimensión. El ojo no puede percibir los límites de lo infinito, ya que lo
infinito se manifiesta como número indefinido, que la imaginación no puede
reunir.
Un
horizonte ilimitado, bajo un cielo completamente despejado y en el más profundo
silencio, es como una llamada a la seriedad, a la contemplación desligada de
todo querer y de su miseria. Tal aspecto da a tal entorno, solitario y quieto,
un toque de sublimidad. Pues, al no ofrecer ningún objeto, ni favorable ni desfavorable
a la voluntad necesitada de un continuo aspirar y alcanzar, sólo queda el
estado de pura contemplación.
La
infinitud proporciona la desmedida de la capacidad para soportar o desear la vastedad.
Ofrece así de lo sublime un grado máximo, que surge de esa impresión ante la magnitud
del espacio-tiempo cuya inmensidad reduce al individuo a la nada.
La
consideración de la infinita magnitud del mundo en el espacio-tiempo penetra en la conciencia sin poder asir la
inmensidad del Universo, entonces allí es sujeto se siente reducido a la nada,
un mero cuerpo vivo, un efímero fenómeno desapareciendo fundido en la nada, al igual
que una gota de agua en el océano.
Los signos de lo sublime, en Burke, son
expresados en la fuerza de los animales salvajes que excede toda utilidad, el
poder del soberano, de la naturaleza o de la divinidad que crecen en la
imaginación mientras el individuo se hace cada vez más pequeño; ya que las
formas y espacios de grandes dimensiones parecen infinitas y saturan la mente de
ese horror delicioso que constituye lo sublime.
Frente
a tal espectro de la propia nada, frente a esa imposibilidad se alza la
conciencia de que todo ese infinito existe en la representación, sin
modificación del sujeto que descubre en él mismo la individualidad, que es el
soporte necesario y condición de todos los mundos y todos los tiempos.
Magnificencia es también una causa de lo sublime. Una gran
profusión de cosas que son espléndidas o valiosas en sí mismas es algo
maravilloso. El cielo estrellado, a pesar de que ocurre tan frecuentemente en
nuestro punto de vista, nunca deja de excitar a una idea de grandeza. Esto no
puede ser a causa de las propias estrellas, consideradas por separado. El
número es sin duda la causa[4].
La percepción de una fuerza enorme y
enigmática son el origen posible de la magnificencia del cielo estrellado o de
una vertiginosa proliferación de imágenes en la poesía; “también hay muchas
descripciones de los poetas y oradores, que deben su sublimidad de una riqueza
y profusión de imágenes, en los que es tan deslumbrado como la mente para que
sea imposible atender a la coherencia exacta y el acuerdo de las alusiones, que
debemos requieren en cada ocasión”[5].
La luz cegadora del sol o la brusca
transición de la máxima luz a la máxima oscuridad y viceversa; el ruido
sutilmente pavoroso del trueno y de las tormentas; y finalmente, todas las
privaciones o ausencias, donde el individuo padece la angostura de su ser y la
atracción de la nada: el vacío, la oscuridad, la soledad y el silencio.
Imágenes nobles y poéticas consisten
“En las imágenes de una torre, de un arcángel, la salida del sol a través de la
niebla, un eclipse, la ruina de los monarcas, y las revoluciones de los reinos.
La mente se apresura a salir de sí misma, por una multitud de imágenes grandes
y confusas que la afectan, ya que son abundantes y confusas”[6].
La magnitud del mundo que inquieta a
la imaginación se muestra como un sentimiento de que en algún sentido se es con
el mundo. La sublimidad surge en la contemplación de lo que por su grandeza puede
ser calificado de absoluto, es un modo de contemplar lo que abruma. La
contemplación de lo sublime lo es de esa grandeza; una contemplación en la que
el sujeto pierde lo que es presintiéndose en ese horizonte, como nada.
Lo sublime admite sólo lo grande, lo
menos cuantificable, lo más complicado de explicar y lo más poderoso porque
toca de manera directa la fibra emocional. La luz de la luna iluminando un
busto sobre un panteón, con las siluetas entrecortadas de ramas sin hojas
proyectando su sombra es algo sublime que hace vibrar resortes sensibles en lo
más profundo del sujeto; éste siente cierta congoja quedando el alma embargada
por terror de lo sublime.
[1]
Edmund Burke. Of the Sublime and Beautiful, New York, The Harvard Classics,
1956, p. 61.
[2]
Edmund Burke. Of the Sublime and Beautiful, New York, The Harvard Classics,
1956, p. 61.
[3]
Edmund Burke. Of the Sublime and Beautiful, New York, The Harvard Classics,
1956, p. 62.
[4]
Edmund Burke. Of the Sublime and Beautiful, New York, The Harvard Classics,
1956, p. 66.
[5]
Edmund Burke. Of the Sublime and Beautiful, New York, The Harvard Classics,
1956, p. 66.
[6]
Edmund Burke. Of the Sublime and Beautiful, New York, The Harvard Classics,
1956, p. 53.
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