La cuarentena ha disuelto
nuestro mañana, nuestro futuro. Nos ha confinado a la desmesuradamente del aquí
y el ahora, tan grato este slogan a muchos, en teoría. La posibilidad de una
muerte cierta ha desajustado nuestras expectativas, que siempre ponemos en el mañana.
En esta cuarentena solo vivimos
en el ahora, en el aquí, porque no sabemos si al salir a la calle nos
contagiamos y así perdemos toda posibilidad por una muerte irremediable. Esta
situación trastoca nuestro pensar-hacer, pues por naturaleza estamos orientados
hacia el futuro, siempre estamos haciendo planes para mañana, nunca permanecemos
en el hoy. Es esta posibilidad la que la espada de Damocles nos ha arrebatado
momentáneamente.
Nos planteamos nuestro futuro
diariamente para enfrentarlo con determinación recurriendo a las ventajas que
nos brinda nuestra historia personal, nuestro saber de las cosas. Sin embargo,
es este saber lo que en este incierto presente no podemos ejercer, ya que nuestro
derecho a pensar y desear un mañana está truncado porque una muerte anunciada a
la vuelta de la esquina.
El confinamiento nos niega la
capacidad de seguir al ritmo que nos habíamos impuesto el vivir diario; nos
impide intentar cualquier innovación, cualquier intercambio. Por ello nos sentimos
incapaces de reaccionar y adaptarnos a esta situación. Por estos días vivimos de
fantasmas marchitos porque el presente es insípido.
Es un golpe duro perder la batalla
de nuestro saber, cuando hasta hace poco clamábamos con orgullo «Tenemos ideas
y futuro». Ahora nos damos cuenta de que el tan cacareado “Aquí y ahora” es una
oferta aburrida, para la cual se necesita una ética estoica. Además, si
carecemos de imaginación creadora y flexibilidad intelectual seremos incapaces
de innovar en esta situación, por el carácter imprevisto de la misma y por ser promotora
del desorden existencial en que nos encontramos.
Esto nos sucede al ser ignorantes
de la observación concreta y de la experiencia existencial; por ser parte de
una educación dogmática y abstracta, en la cual permanecemos apresados a un
corsé intelectual que nos impide prever y asimilar los cambios. De esta manera,
nos anclamos a lo de siempre, a lo conocido, al limitar nuestras capacidades para
aprender y protegernos de cuestionamientos de un sistema de castas. En esta
situación no logramos superar los preceptos en los cuales nos encontramos imbuidos,
incluso podemos insistir en permanecer en ellos.
Por otra parte, es muy común
oír que somos un animal de costumbres. No obstante, esto es una verdad a
medias, porque también en igual o mayor grado nos atrae lo nuevo, nos gusta hacer cosas
distintas, nos gustan las sorpresas. Buscamos nuevos objetos e intentamos cambiar
de continuo, aunque sea con un corte de cabello. No nos contentamos con los
caminos trillados, con lo de siempre decimos. Aunque tales cambios y novedades
sean a nivel externo, nos gustan y las buscamos.
Este querer disfrutar de constantes
novedades: de lo nuevo, de lo último, nos atrae mucho. Este disfrute nos ha sido
arrebatado por la cuarentena, porque en esta cotidianidad impuesta no tenemos
posibilidad de lo nuevo, de meternos en
problemas. Nos sentimos aburridos porque los problemas que trae lo nuevo nos ha
sido arrebatado, está fuera de nuestro alcance. En este confinamiento estamos
en una situación en que no podemos crearnos los problemas que queremos, ni
siquiera podemos plantearnos los mismos. Esto nos tiene de manos atadas.
Todos nos encontramos en el
vivir diario en situaciones que, por lo general, sabemos resolver. No obstante,
los problemas existenciales nos resultan muy problemáticos, como los que nos ha
generado la cuarentena. El descubrimiento de lo problemático existencial es un
paso esencial para la creación de nuevas perspectivas y puntos de vistas,
porque la formulación de problemas es una actividad de nuestro ser inteligente
y habilidoso.
Los problemas son algo que nos sucede
en el hacer de nuestro vivir, me refiero a nuestros asuntos cotidianos y
normales. Por ejemplo, si nos planteamos cocinar algo, no nos limitamos a poner
los alimentos tal cual la compramos a cocinar, nos planteamos: ¿Cómo vamos a preparar
esto? Pues, no queremos hacer lo mismo de siempre, queremos hacer del simple cocinar
y comer un arte.
Entonces, ¿por qué no sabemos
plantearnos nuestros problemas existenciales, si es lo que tenemos más a
mano? Tal vez porque siempre estamos sedientos
de lo externo, de lo que está a nuestro derredor, de esas cosas externas que
nos causan novedad. Pues, lo novedoso es uno de nuestros incentivos naturales, de
las necesidades innatas que guían nuestro comportamiento.
Por eso miramos, oímos,
olfateamos, tocamos, degustamos de manera instintiva y concupiscente, para
estar al tanto del mundo en que nos encontramos. Somos la desmesura de lo
curioso. Al no estar estimulados por lo externo nos dormitamos, nos aburrimos o
nos quejamos de un insomnio ontológico, que nos hace permanecer despiertos en
ausencia de estímulos por la apabullante presencia de la nada, que es como un
descomunal bostezo.
Si hemos inventado toda clase
de actividades estimulantes y estupefacientes, ha sido para aplacar nuestra insidiosa
manifestación de la nada que hace del aburrimiento un pariente miserable de la
angustia. Si la cultura nació para llenar con su farmacopea de estímulos los
aburridos días, entonces la causa de nuestras dificultades es ante todo de
orden cultural, intelectual y ética. Al hacer de éstas algo inamovibles. Puesto
que, nuestro futuro no está escrito en ningún sitio, nunca es demasiado tarde
para reaccionar y edificar una cultura personal. Tal movimiento tiene que ver
con nuestro autoconocimiento, con modificar nuestra condición existencial, con liberarnos
del trabajo inútil e improductivo; con incrementar nuestras fortalezas, nuestras
posibilidades y con el dominio de nuestros temores banales.
La imposición de este aquí y
ahora se produce porque hemos perdido el aliento de nuestro futuro y la
posibilidad de lo novedoso. Tenemos que dar un paso para reconocer nuestro
pensar-hacer, para salir de este marasmo ético en que nos hemos sumergido en la
cuarentena, y que posiblemente ya venía de antes.
Tenemos que aprender que
nuestro pensar-hacer es una producción nuestra, que no debe pertenecer solo al
reino de lo artificial, de lo desgajado y ajeno a lo natural. Nuestro
pensar-hacer, bien entendido, es la novedad que tiene algo que aportar a
nuestro natural humano, la forma de relacionarnos con nosotros mismos. Lo que
no armoniza solo produce desorden, degeneración y caos.
Mediante nuestro pensar-hacer establecemos
interacciones nuevas con nosotros mismos, con los demás humanos y con todos los
seres del mundo. Con estas interacciones modificamos nuestras relaciones con
nosotros mismos, también cambiamos nuestro entorno, lo humanizamos, lo hacemos
a nuestra medida. Además, de adaptarnos al medio también lo modificamos, esta
es una ventaja que tenemos y debemos aprovecharla para salir airosos como
personas de esta cuarentena.
Obed Delfín Consultoría
y Asesoría Filosófica
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