Equécrates le pregunta a Fedón —¿Estuviste tú, Fedón, junto
a Sócrates el día aquel en que bebió el veneno en la cárcel, o se lo has oído
contar a otro?
A lo que el aludido responde: ―Yo estuve allí, Equécrates.
A lo Equécrates interroga —¿Qué fue lo que dijo el hombre
antes de su muerte? ¿Y cómo murió? Que me gustaría escuchártelo Fedón.
Así comienza el diálogo, en el cual Platón narra los últimos
instantes de Sócrates. Después que se ha discutido sobre el alma, llega el
momento en el que retiran a las mujeres y a los niños que estaban ahí. El
encargado de entregarle el veneno se acerca para anunciarle que ya ha llegado
el tiempo; Critón le dice que todavía es temprano, pero Sócrates le dice que
eso es absurdo, que no hay nada que esperar. A lo cual, el mismo Critón le hace
seña a un muchacho para que le diga al encargado que traiga el veneno.
El encargado trae el veneno y Sócrates lo recibe
plácidamente y le pregunta si es posible o no ¿hacer una libación a algún dios?
No, responde el encargado, aclarando que solo se prepara la cantidad precisa
para la bebida. A lo cual, señala Sócrates:
―Al menos es posible rogar a los dioses que el traslado de
aquí hasta allá resulte feliz. Esto es lo que ahora yo ruego, y que así sea.
Y tras decir esto, cuenta Fedón, Sócrates alzó la copa y
serenamente la apuró de un trago.
En ese momento, el ánimo de los presentes se turbó. Pues
hasta entonces la mayoría de los presentes, para guardar las conveniencias,
habían sido capaz de contenerse para no llorar, pero cuando le vieron beber y
haber bebido, ya no pudieron aguantar el llanto. Critón que no había sido capaz
de contener el llanto se había salido; Apolodoro no había dejado de llorar todo
el tiempo; pero entonces rompió a gritar y a lamentarse a tal punto que conmovió
a todos los presentes, a excepción de Sócrates. Quien viéndolos así los
reprendió diciéndoles:
—¿Qué hacéis, amigos? Si por este motivo despedí a las
mujeres, para que no desentonaran; porque he oído que hay que morir en un
silencio ritual. Tened valor y mantened la calma.
Fedón nos cuenta qué a él, con violencia y a raudales, se le
salían las lágrimas, de manera que cubriéndose el rostro comenzó a sollozar por
él mismo y no por Sócrates; lloraba por la desdicha de quedarse privado de este
compañero, de quedarse solo por la ausencia de Sócrates.
Y aquí viene la pregunta: Ante la muerte ¿por quién
lloramos?
Platón en este relato hace decir a Fedón que él llora por él
y no por Sócrates. Y esto es verdad. Nosotros lloramos porque nos hemos quedamos
solos, sin aquella persona que queremos. Lloramos porque nos quedamos
huérfanos, en una soledad sin límites.
Decimos que lloramos por quien ha muerto o por quien se ha
ido del lugar. Pero, la verdad, es que lloramos por nosotros, por esa inmensa
soledad en que nos encontramos en ese momento, y la expresión máxima es el
llanto. Así como dice aquel vallenato de
Jaime Molina: “Ahora prefiero esta condición, que él me hiciera el retrato y no
sacarle el son”.
No tiene que ser necesariamente la muerte, expresión de la
ausencia absoluta e irremediable. Por todo abandono, lloramos por nuestra
orfandad. Dicho de esta manera parece un acto egoísta de nuestra parte. Pero no
es así, es solo la manera natural en que reaccionamos ante la soledad que
sentimos. Y esto le sucede a todos los vivientes, pues cuando se sienten
abandonados y solos lloran desconsoladamente su condición de abandonados. Lo
opuesto es la indiferencia por aquellos que no son nada en nuestra vida, ya que
su ausencia no nos dice nada. Es la ausencia de a quienes queremos lo que nos
hace sentirnos abandonados, y de ahí nuestro llanto.
Así Altagracia, cuando vos me abandonaste lloraba creyendo
que lloraba por vos, pero no; y mirá por dónde, que yo lloraba por mí, porque
me había quedado sin vos, solo y huérfano de sin tú amor. Cómo perro callejero
me dejaste, tirado en medio de la calle. Y ahí fue cuando se me salieron las
lágrimas, que no eran de despecho, sino de abandono; de abandonado Altagracia.
Y yo pensaba que me iba a morir por vos, y no; me iba a morir de mí. Porque
solo uno se muere de solo. Altagracia, decime que vas a volver, para no morir
de mí pensando en vos. Andá volvé, que ya abandonado nací y arrastrando la vida
e vivió.
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