El honor, por
ejemplo, no en todos los casos es una fuerza positiva. Porque éste va a
depender del contenido de los códigos que se establecen en un momento dado, y
de los rasgos que se utilizan para lograr la reciprocidad y el mutuo
reconocimiento. Hay una dimensión espacio-temporal en la cual se considera
válida o no una emoción o una acción.
De lo
anterior, se deriva que el problema no está en si es bueno o no sentir
vergüenza, sino en conocer cuáles son las causas que la generan. El sentimiento
del honor perdido no es un conflicto psicológico; pues, como señala Camp, «el
honor es una relación de lealtad con los demás». El sentimiento del deshonor
está haber fallado ante los otros, ante este fallo es que comenzamos a sentir
esa desazón del deshonor; sentimos la emoción de la vergüenza.
¿De qué nos
avergonzamos? El sentimiento de vergüenza
parece haber perdido su razón de ser, pues el siglo XX ha corregido el pudor
derivado de una moral puritana. Ahora hablamos con desparpajo de cualquier
asunto en público. Algo semejante ha ocurrido con la culpa. La culpa y la
vergüenza son dos caras de la misma moneda. La culpa es un sentimiento más
interior; a diferencia del deshonor es que para con los otros, la culpa es para
con nosotros mismos. La vergüenza es más social, estamos expuestos ante los
demás, nos sentimos mirados por los otros y ante ellos.
Un síntoma de nuestra
desvergüenza, está en nuestra capacidad de distanciarnos de nuestras acciones y
contemplarlas como si no tuvieran nada que ver con nuestra propia conciencia.
La vergüenza estuvo identificada en las culturas muy religiosas con el pudor
erótico; por lo que al desaparecer éste desapareció el pudor sin más. Ahora,
por lo general, vivimos sin pudor.
Los únicos
límites que nos vemos obligados a reconocer son los que marcan las leyes
positivas, esto es, exteriores. E incluso tales límites disminuyen, ya que la
obligación legal es menor, y como mera normatividad legal ésta va careciendo de
autoridad para movernos al cumplimiento de la ley. Las leyes son frágiles,
aunque cuentan con el poder coercitivo del Estado, pero esto no es suficiente.
La ausencia de autoridad normativa se debe, según Camp, que a las personas les
falta el elemento pasional que se llama «sentimiento moral».
No hay acción
sin emoción, hemos expresado en artículos anteriores. No obstante, la ley debe
basarse en la razón, no en la emoción. Por otra parte, el respeto y la
fidelidad a la ley se generan a partir de un motivo, que no puede ser solo el
temor al castigo ni la mera adhesión intelectual a la ley. El fundamento de
respeto y fidelidad a la autoridad de la ley tiene que ser una lealtad sentida.
Una condición de nuestro ser que nos vincula con ella. Hablamos acá de una
interioridad con la ley.
Son, entonces,
nuestras «razones morales» las que nos incorporan al carácter afectivo del
fundamento de respeto y fidelidad para con la ley, esto es, el sustrato moral que
constituye nuestra idea de humanidad. En otros, la necesidad de hacer justicia,
la preocupación por la suerte de los demás, la confianza mutua, la
reciprocidad, la empatía, la voluntad de no hacer daño.
La existencia
de tal idea de humanidad, que contiene este conjunto de sentimientos morales,
está vinculada a la existencia de la vergüenza por la desaparición de éstos. Esta
vergüenza por los asuntos sociales, que incluye los personales, no es inútil ni
vana. De allí, la necesidad que formen parte de nuestro pensar-hacer como humanos.
El respeto a la ley sin vergüenza, es solo cinismo.
Otro aspecto a
considerar es la compasión; ésta es la traducción latina del griego «simpatía».
Uno de los rasgos fundamentales a la compasión es la expresa la vulnerabilidad
del ser humano, pues el sujeto «es un ser necesitado de consuelo». El
sufrimiento pone de manifiesto las limitaciones y la indefensión de nuestra
existencia, y hace presente la necesidad que todos tenemos de los demás. Si
necesitamos compartir nuestras alegrías, más necesitamos hacer participar a los
demás de nuestras penas. Esto da cuenta de porque en facebook aparecen esas diversas manifestaciones de nuestras
limitaciones e indefensiones.
El mal del
otro nos entristece, nos conduce a la conmiseración y a la misericordia, que
son otros de los nombres dados a la compasión.
Aristóteles, en Retórica, señala a la compasión como «cierto pesar por
la aparición de un mal destructivo y penoso en quien no lo merece, que también
cabría esperar que lo padeciera uno mismo o alguno de nuestros allegados». Como
apreciamos, la compasión incluye el ser consciente de que aquello que le ocurre
a otro me puede ocurrir a mí. No soy ajeno a mi indefensión y al mal que puedo
llegar a padecer.
Spinoza, por
su parte, clasifica las emociones relacionadas con la compasión como «afectos
tristes». De la compasión señala que es la «tristeza acompañada por la idea de
un mal que ha sucedido a otro a quien imaginamos semejante a nosotros». No
obstante, no es adecuado dejarse llevar por compasiones excesivas o mal
orientadas, las cuales no satisfacen el auténtico cometido de la compasión, que
es el de ayudar a los que sufren y lo pasan mal.
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